domingo, 19 de enero de 2025

“De las cosas que hay, unas dependen de nosotros y otras no. ...

Epicteto: el gran olvidado del estoicismo que vuelve a brillar

La reedición de su ‘Manual de vida’ aviva la pasión por esta corriente de pensamiento, que en los últimos años ha vivido un esplendor con las ‘Meditaciones’ de Marco Aurelio


Grabado de Epicteto, con su muleta, del siglo XVIII.



El estoicismo romano está de moda. Lo vemos en películas, en novelas históricas y, lo practiquen o no, sus máximas están constantemente en boca de influencers, empresarios, futbolistas y famosos de toda índole. Siempre se dijo que el estoicismo era una filosofía para emperadores y para esclavos, y el caso es que ha sido así de forma literal: las dos figuras más prominentes del estoicismo tardío fueron un emperador (Marco Aurelio) y un esclavo. Del emperador se han escrito ríos de tinta, pero el esclavo ha estado siempre en un segundo plano. Hasta ahora. Sellos como Taurus, Arpa, Rosamerón o Plutón ediciones han rescatado en 2024 el Manual de vida, de Epicteto, el esclavo convertido en filósofo. Esto se suma a las publicaciones en los últimos cursos de editoriales como Alma, Edaf o Alianza tanto del Manual como de sus Diatribas, y al auge editorial que los estoicos han vivido en los últimos años, de Zenón a Séneca, pasando por Marco Aurelio.


“En los noventa hubo un primer empujón del neoestoicismo, sobre todo desde Estados Unidos, con varios libros de gente de la empresa o incluso militares que aplicaban enseñanzas estoicas”, cuenta David Hernández de la Fuente, encargado de la traducción y la edición del Manual de Epicteto publicado por Arpa. “Pero fue a partir de la pandemia cuando estalló. Llegaron al estoicismo muchos nuevos lectores de todos los ámbitos, no solo de la filosofía o la filología, porque encontraban soluciones y claves para su vida”. ¿Qué claves? “Los estoicos tardíos surgieron en una época de turbulencias, asediados por una peste, por las invasiones bárbaras, por un cambio climático… la clave es que ellos encontraron la idea de que, aunque el mundo se puede desmoronar a tu alrededor, tienes que tener una serie de ideas como asidero”, cuenta Hernández, que también con Arpa publicó el año pasado una exitosa edición de las Meditaciones de Marco Aurelio.


La filosofía estoica de Epicteto se centraba en la distinción entre lo que está bajo nuestro control (nuestros juicios, deseos e impulsos) y lo que no lo está (todo lo externo, como la riqueza o la fama). Sostenía que la clave de la felicidad y la libertad reside en aprender a dirigir nuestros pensamientos y actos con virtud y serenidad, independientemente de las circunstancias externas. En plata: determinar qué cosas podemos cambiar y aceptar las que no podemos cambiar. O en palabras del maestro: “De las cosas que hay, unas dependen de nosotros y otras no. De nosotros, el juicio, el impulso, el deseo, la aversión y, en una palabra, cuanto es asunto nuestro. Y no de nosotros el cuerpo, la propiedad, la fama, el poder ni, en una palabra, cuanto no es asunto nuestro. (…) Si crees que solo es tuyo lo que es tuyo y que lo que es ajeno es ajeno (…) nunca obrarás mal de tu agrado en ningún sentido, nadie te dañará ni tendrás ningún enemigo, pues no sufrirás nada dañino”.


No sabemos su nombre siquiera. Epicteto es en realidad un mote, que significa “el comprado”, o “el adquirido”. Nació en el año 55 en Hierápolis (la actual Pamukkale, en Turquía) y murió en el 135 en la griega Nicópolis. No sabemos quiénes eran sus padres. Sí sabemos que de pequeño fue vendido como esclavo y que luego fue liberado. Que su amo lo torturaba, y que por ello quedó tullido: era cojo. Que fundó una escuela estoica, lejos de Roma, pero que desde allí influyó en la élite de la capital, que peregrinaba a verle. Incluso, cuentan, el emperador Adriano acudió a conocerlo. Toda la élite de ricos y cónsules quedó fascinada por el maestro pobre y antiguo esclavo que vivía con una lamparita de barro y que enseñaba a liberarse de lo que no era importante. “Marco Aurelio no lo conoció”, apunta Hernández, “pero sí lo leyó e influyó en él de forma evidente. De todos modos, Marco Aurelio va por otro lado, sus Meditaciones tienen otra densidad; el manual de Epicteto es corto, sencillo. Es la mejor manera para introducirse en el estoicismo”.


Epicteto no quería escribir ese manual. Ni, en general, nada; tampoco su otra gran obra, las Diatribas. Maestro de la conversación, como su referente Sócrates, fue su discípulo Flavio Arriano quien recogió sus enseñanzas. “Llama la atención que nos fascinen los que sin duda son los libros más extraños que nos ha legado el mundo antiguo, dos libros que no son libros: uno que se escribió en privado para que no lo leyésemos [las Meditaciones de Marco Aurelio] y otro que se escribió en nombre de alguien que no quiso escribir nada [el Manual]”, cuenta Hernández. Lo mismo pasó con la escuela rival, los epicúreos: las enseñanzas de Epicuro fueron difundidas gracias a otro discípulo, Diógenes de Enoanda, y no a la vocación escritora de su maestro.


¿Qué opinarían, Marco Aurelio y Epicteto de la fama que sus obras han cosechado en este mundo moderno? “A ellos les horrorizaría la fama póstuma: los memes, los likes… estaban profundamente en contra de relacionar la fama y el dinero con el éxito: sostenían que eso es, en realidad, lo que te hace un esclavo”. “Dicho lo cual, no me extraña el éxito actual ni de Epicteto ni de Marco Aurelio: sus libros van directos a la médula de las cosas, te interpelan directamente con el mensaje de ‘intenta progresar”, contextualiza Hernández. “Epicteto habla al que intenta aprender, reconforta y es directo. Las Diatribas son menos directas, pero el Manual es muy breve”, apostilla. Hay un juego de palabras curioso: enchiridion era literalmente el manual, en el sentido de algo que tener a mano. Pero también es el nombre de un cuchillo romano: un arma con el que cortar, por ejemplo, ataduras innecesarias.


“La clave es volver a los viejos maestros, a las enseñanzas clásicas”, termina Hernández. “Epicteto no es un gurú que de repente sale con una nueva iglesia o una nueva filosofía. Son enseñanzas radicales que nos sirven perfectamente para un periodo incierto y difícil como el que vivimos. Y como el que vivió él”. Plano general aparte, hay enseñanzas suyas que parecen escritas específicamente para estas fechas: “En las conversaciones familiares, abstenerse de reiterar tus hechos, pues aunque tú gustes de referir tus hazañas, a los otros no les será grato oírlas. Evita también hacer chistes”. Sabias palabras casi navideñas de Epicteto, el esclavo que nos enseñó a ser libres.

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Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.

jueves, 13 de junio de 2024

Sobre la filosofía cínica...

 Necesitamos más cinismo

Alejandro Magno y Diógenes el Cínico, de Sebastiano Ricci

JAIME RUBIO HANCOCK, 12/06/2024

FILOSOFÍA INÚTIL

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Una vez haciendo en el foro acciones torpes con las manos decía: “¡Ojalá que frotándome el vientre no tuviese hambre!”.


He copiado literalmente lo que escribe Diógenes Laercio. Pero sí, se refiere, una vez más, a la masturbación en público. Robineau recuerda que la filosofía cínica tiene mucho de ascesis, al ser una disciplina que renuncia al lujo y las comodidades. Pero a lo que no renuncia es al placer.


Esta tendencia a atender sus necesidades fisiológicas sin preocuparse por las consideraciones sociales fue uno de los motivos por los que a Diógenes se le llamó “perro” (kyōn), aunque él llevo el término cínico (kynikos, perruno) como una medalla. A Diógenes el insulto le servía para recordar que el ejemplo de los animales nos ayuda a distinguir entre los comportamientos naturales (y, por tanto, deseables) y los que solo son el resultado de costumbres (y que, por tanto, son inútiles o dañinos).


No tengo muy claro que todo el comportamiento “natural” sea positivo ni que todas las costumbres sean perjudiciales, pero lo importante es que nos lo preguntemos y nos lo planteemos. Estas convenciones sociales pueden ir desde lo más pequeño y cotidiano, como por qué insistimos en que el rosa es para niñas, a lo más amplio y político, como por qué nos empeñamos en mantener fronteras y tratar a los extranjeros casi como enemigos


Lo de las fronteras no es un ejemplo al azar: cuando a Diógenes le preguntaron de dónde era, contestó con una sola palabra, kosmopolitēs, ciudadano del mundo, una respuesta que los estoicos adoptaron como propia y que, de nuevo, llegó a Kant y a la Ilustración para convertirse, unos 150 años más tarde, en uno de los ideales que está detrás de la fundación de la Unión Europea.


Probablemente, Diógenes se burlaría las instituciones europeas, igual que de las españolas, las griegas o las turkmenistaníes. Y seguro que me arrojaría tres gallinas y cinco huevos a la cara por enlazar sus ideas con las elecciones europeas: “¡Buuuh! ¡Sociata!” (“sociata” es “progre” en griego clásico).


Pero esto me sirve para enlazar con lo que decíamos al principio acerca del significado que damos habitualmente a la palabra cínico. En su Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk distingue entre cínicos y quínicos:


  • Los cínicos son los que piensan que todo lo que hay es hipocresía e intereses ocultos, y apuestan por un individualismo descreído y estéril. ¿La Unión Europea? Bah, un club de naciones para hacerles las cosas más fáciles a los ricos.


  • Los quínicos serían los cínicos clásicos y sus sucesores, que mediante el humor y la provocación quieren encontrar lo que hay de valioso en nosotros (e incluso en la Unión Europea, si lo hay). Un cínico no es alguien que no cree en nada, sino alguien que busca algo en lo que creer. ...


Y si no lo encuentra ni con ayuda de una lámpara, siempre sabrá disfrutar de una tarde al sol.

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JAIME RUBIO HANCOCK

Periodista en EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', además de la novela 'El informe Penkse', premio La Llama de narrativa.





viernes, 26 de abril de 2024

...nuestros Estados son bastante maquiavélicos

 En defensa de Maquiavelo

Maquiavelo no era tan maquiavélico como parece.

Retrato de Maquiavelo', del pintor Santi di Tito, en el Palazzo Vecchio de Florencia (fragmento).




JAIME RUBIO HANCOCK
Filosofía Inútil
Viernes, 26/04/2024


Cuando leemos la palabra “maquiavélico”, enseguida pensamos en el ejercicio sin escrúpulos del poder político, en el que cualquier medio está justificado por el fin y ese fin suele ser perpetuarse en el poder. En el mejor de los casos, nos vamos a la segunda acepción que da el diccionario de la RAE: “Modo de proceder con astucia, doblez y perfidia”.


Pero esta interpretación de las ideas de Maquiavelo es, como mínimo, algo limitada: como escribe el historiador Giuliano Procaci en su introducción a la edición de El príncipe de Espasa, la idea viene de algunos fragmentos de los capítulos XV al XIX del libro, en los que Maquiavelo defiende que el líder político puede “obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión” con tal de “mantener el Estado”, y pone como ejemplos al papa Alejandro VI Borgia, a su hijo César Borgia, al emperador romano Alejandro Severo y a Fernando el Católico (buena representación española).


Es verdad que estos capítulos son los más comentados y —seamos sinceros— los más divertidos, pero no son ni todo El príncipe ni todo Maquiavelo. 




El Maquiavelo realista



Nicolás Maquiavelo (1469-1527) fue canciller de Florencia de 1498 a 1512, año en que la república fue derrotada y regresaron los Médici. Maquiavelo se tuvo que retirar a su casa de campo, donde se dedicó a escribir. Ya estaba trabajando en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pero el fracaso de la república le llevó a centrarse en El príncipe. “En ambos casos, el móvil es el mismo —escribe Victoria Camps en su Breve historia de la ética—: extraer de la historia y de la propia experiencia política las enseñanzas pertinentes para hacer ver las causas de la debilidad de una república como la florentina y sentar las bases de lo que debe ser el Estado moderno”.


Maquiavelo no nos presenta ni un sistema político utópico ni un soberano ideal. El príncipe quiere ser una visión realista y práctica del ejercicio y el mantenimiento del poder, lo que a menudo implica la gestión de conflictos y optar por la solución menos mala, al no haber ninguna buena. 

 

En este manual práctico, el florentino da muchos consejos. Algunos, cuestionables. Por ejemplo, para Maquiavelo, las virtudes principales de todo príncipe son la piedad, la fidelidad, la humanidad, la integridad y la religiosidad. Pero lo fundamental son las apariencias: “No es necesario que un príncipe posea de verdad todas esas cualidades, pero sí es muy necesario que parezca que las posee”. Las virtudes que debe cultivar el soberano “no valen tanto por sí mismas como porque producen las consecuencias deseadas”, como escribe Camps. Y lo más importante no es ser buena persona, sino mantener a los súbditos unidos y leales.

 

También defiende la necesidad de buenas leyes. Pero a veces las leyes no bastan y hay que usar la fuerza. Es más seguro ser temido que ser amado, escribe Maquiavelo, y además es mejor para el Estado: a largo plazo es más piadoso quien se muestra cruel con los desórdenes y con el crimen “porque estos suelen perjudicar a la sociedad entera, mientras que las ejecuciones que decreta el príncipe solo ofenden a individuos concretos”. 


Aparte de estos consejos conocidos y más discutibles, Maquiavelo da otras ideas menos dudosas e incluso recomendables. Me parece especialmente interesante el capítulo sobre la necesidad de defenderse de los aduladores, para lo que recomienda rodearse de consejeros sabios, y “concederles solo a ellos la libertad de hablarle con franqueza, y solo sobre aquello que él pregunte. Pero debe interrogarlos sobre todas las cosas y escuchar sus opiniones, y luego decidir por sí mismo según su propio parecer”. Afirma que el soberano no tiene que enfadarse cuando le dicen algo que no quiere oír, sino solo cuando sospecha que sus consejeros no están siendo sinceros por no molestarle.




El Maquiavelo republicano



Florencia siempre bien. / CRISTOPH WAGNER (GETTY IMAGES)


Maquiavelo no solo escribió El príncipe: en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, defendió un ideario republicano. Lo hizo con la República Romana en mente, y, como escribe Camps, “con la nostalgia que le producía la estructura política de las repúblicas renacentistas”, cuya “debilidad interna presagiaba su propia extinción”. 

 

No es que haya dos Maquiavelos: su objetivo era fundamentar una política que sentara las bases de un Estado fuerte y expansivo. En El príncipe se centra en el poder del soberano, pero en los Discursos lo hace pensando en las repúblicas italianas que reivindicaban su independencia frente a las autoridades absolutas del Papa y del emperador, y que se mostraron inestables, en su opinión, por los conflictos entre facciones.


Como escribe Isaiah Berlin en uno de los ensayos de Contra la corriente, Maquiavelo "prefiere el gobierno republicano en el que los intereses de los gobernantes no entran en conflicto con el de los gobernados", pero también "prefiere un principado bien gobernado que una república decadente". El florentino fue el primero en ver que "no todos los valores últimos son compatibles entre sí" y a veces hemos de buscar compromisos.

 

Y en los Discursos muestra especial atención al equilibrio entre poderes. En su Historia de la filosofía occidental, Bertrand Russell señala que “hay capítulos enteros que podrían haber sido escritos por Montesquieu”, ya que Maquiavelo defiende una “doctrina de los frenos y equilibrios” entre los tres poderes —príncipes, nobles y pueblo—, además de reivindicar la libertad política gracias al ejercicio de las virtudes cívicas. “Este aspecto de Maquiavelo es tan importante, por lo menos, como las más famosas doctrinas ‘inmorales’ de El príncipe”. 

 

Russell intenta conciliar las ideas de Maquiavelo la siguiente forma:


  • Hay tres bienes políticos especialmente importantes: la independencia nacional, la seguridad y una constitución bien ordenada.

  • La mejor constitución reparte los derechos legales entre príncipe, nobles y pueblo, para que así sean menos probables las revoluciones y revueltas.

  • Si el fin es que este sistema subsista, hay que escoger los medios adecuados para lograrlo, con independencia de su bondad o maldad. 

  • Imponer estos medios a menudo es una cuestión de fuerza, lo que puede depender “de la opinión, y la opinión, de la propaganda”. 

  • Para la propaganda, funciona mejor al menos parecer más virtuoso que el adversario, y “un modo de parecer virtuoso es ser virtuoso”. Por eso a veces (no siempre) ganan los buenos.

  • Los políticos se conducirán mejor cuando dependan de una población virtuosa, que juzgará con más severidad sus faltas. Esto se puede ocultar “por medio de la hipocresía”, pero las instituciones adecuadas pueden velar para disminuir el grado de falsedad.


Con lo que llegamos a la conclusión de que nuestros Estados son bastante maquiavélicos y esto no es tan malo como parece, aunque tampoco sea maravilloso.